El tiempo que, implacable, se acumula en mis manos
vertiendo sus vergüenzas en mis ojos marchitos,
arrebata a la sombra el eco y la memoria,
la paz, los estandartes, los agraces racimos.
La lúgubre certeza es la espada que ciñe
sus manos contra el cuello en un gesto asesino,
la sangre que ahora mana, no es sangre sino tiempo
que vierte sus vergüenzas en mis ojos vacíos.
El tiempo, sin embargo, a veces, reconforta,
y no vierte vergüenzas, ni hiere con su filo.
El tiempo, en ocasiones, oxida las guadañas
y el hacha inquebrantable de lo desconocido.
Entonces, sólo entonces, se disipan las dudas,
el dolor se atenúa, se vislumbra el camino,
y el pastel se descubre y se rompe el secreto,
y se mezclan los rostros de verdugo y amigo.
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