Ahora es que nos toca vomitar.
Conocernos la línea de la vida
y horadar atajos imposibles
hacia futuros inhóspitos
plagados de mentiras
demasiado evidentes.
Arrancarle las alas a las moscas
como niños (o sádicos
con ínfulas de dioses descreídos).
Troquelar la silueta del espejo
para arrancarnos de cuajo
del fondo y de las formas,
y que no quede más
que nuestro espacio vacío,
esperando sin miedo
la hora del colapso.
Ahora es que nos toca vomitar.
Hartarnos de tanto hartazgo prematuro,
de tanta nimiedad encumbrada y radiante,
de la vacua arrogancia vertebrada
en un sinfín de sobrenombres absurdos.
Ahora es que nos toca
abrazarnos con fuerza al inodoro,
y sofocar las arcadas,
deshacernos de esa baba espesa
que se abraza a la úvula
como una madre a un hijo
antes de una hecatombe.
Buscarnos las cosquillas,
establecer parámetros
que dejen claro el signo
de todas nuestras guerras,
sabernos de memoria
el sabor del silencio,
la amargura de todo
este dolor repetido.
Ahora es que nos toca vomitar,
regurgitar los engaños
de los antepasados
y aprender las historias
de la historia olvidada.
Volver sobre las huellas
para no dejar rastro
y evitar el desastre
de temblar o rendirnos.
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